Los experimentos de Edison, que en otro tiempo habían sido para él algo así como un entretenimiento, comenzaron a tomar un sentido práctico con el tiempo. Su objetivo primordial consistía en descubrir cosas que tornaran más cómoda la vida de los demás. Había comprado las obras del gran científico británico Michael Faraday y aprovechaba todos los momentos libres para estudiarlas. Con el fin de ampliar el campo de sus estudios aprendió francés y alemán, pues muchos libros y artículos escritos en esos idiomas no estaban traducidos al inglés.
Edison se interesaba especialmente en la electricidad. La facilidad con que había aprendido a manejar esta fuerza misteriosa le valió el sobrenombre de "el disparador de descargas". Cierta vez que sus compañeros de trabajo se quejaron de las cucarachas que infestaban la oficina, las electrocutó en medio del asombro y complacencia de sus amigos, mediante un circuito de alambre cargado de corriente.
Pero su principal interés en este momento se centraba en inventar un transmisor telegráfico doble, o sea un instrumento que enviara dos mensajes por el mismo cable y al mismo tiempo. Recordó cómo había perdido una vez su empleo, por "divagar sobre esas ideas extravagantes". Y aún ahora sus superiores seguían diciéndole que un invento de ese tipo era imposible. “Transmitir dos mensajes en sentido contrario por un mismo cable es como despachar por la misma vía dos trenes opuestos. Fatalmente se produciría un choque y un desastre”.
Pero no transcurrió mucho tiempo antes que Edison convirtiese en realidad su "sueño impracticable". ¡Creó un transmisor doble que funcionaba de verdad! Demostró que dos mensajes eléctricos pueden pasar uno junto al otro sin que se produzca ninguna conmoción sobre la marcha. Sin embargo, Edison era muy pobre como para poder patentar su invento.
Más o menos por esa misma época inventó otro interesante mecanismo: un artefacto eléctrico que permitía contar rápidamente los votos en los cuerpos legislativos. Lo presentó a una de las Comisiones del Congreso en Washington. La Comisión, empero, lo rechazó.
—Si algo hay sobre la tierra que no deseamos, dijo su presidente, es un mecanismo como éste. Preferimos contar los votos lentamente, así tenemos tiempo de persuadir a nuestros colegas a que cambien de idea cuando creemos que están equivocados.
Desconforme con sus lentos progresos en Boston, Edison decidió probar suerte en otra parte. Tomó el barco nocturno para Nueva York y llegó a esa gran ciudad al amanecer del día siguiente. Su cartera estaba vacía; había gastado sus últimos centavos en el billete para el viaje.
Echóse la valija a los hombros y salió del muelle calle arriba. Su estómago hambriento clamaba pidiendo comida. Afortunadamente pasó frente a un depósito que acababa de recibir un cargamento de té de Ceilán. A través de la ventana de la oficina vio un hombre que cataba muestras del producto recién llegado. Audazmente entró en la oficina y pidió una taza de té.
—No puedo pagarla, señor, pero le agradeceré mucho su amabilidad.
— ¡Sírvase, joven! ¡Bienvenido!
Este fue el primer desayuno de Edison en Nueva York. Y su primer alojamiento, el sótano de la Gold Indicator Company. Consiguió este refugio temporario gracias a la mediación de un operador al que había conocido mientras trabajaba para la Western Union, en Boston.
Allí permaneció unas pocas noches, aprovechando los días en estudiar los aparatos de la compañía. La actividad de esta compañía consistía en hacer funcionar indicadores eléctricos automáticos de cotizaciones de Bolsa, que registraban hora por hora las fluctuaciones del precio del oro. Este servicio se vendía a centenares de clientes, que dependían constantemente de él para sus operaciones comerciales.
Pero una tarde, poco tiempo después de la llegada de Edison a Nueva York, los indicadores se descompusieron. En las oficinas de la Compañía cundió el pánico. Desde las oficinas de los numerosos abonados acudían presurosos mensajeros clamando por el servicio; los técnicos corrían de instrumento en instrumento en un vano esfuerzo por localizar la falla; y el presidente de la compañía, Samuel S. Laws, se sentía impotente, a la espera de algún milagro.
Y el milagro se produjo, en la persona de Tom Edison. Este se adelantó hasta el presidente. —Creo que sé en qué consiste la falla, dijo. Parece como si hubiera saltado un resorte y caído entre dos ruedas de engranajes.
— ¡Entonces corra y arréglelo! —gritó Laws.
Tom localizó sin gran dificultad el resorte roto. En seguida todo el sistema de indicadores volvió a funcionar con el mismo ritmo de siempre.
Laws invitó a Edison a su oficina.
— ¿Le agradaría trabajar para nosotros? —preguntó.
— ¡Sí señor! Durante varios días estuve tratando de verlo para pedirle trabajo. Pero me decían que usted estaba muy ocupado.
—Bien, de ahora en adelante usted es el capataz de la planta. Y su sueldo será de trescientos dólares mensuales.
— ¡Gracias, señor! —exclamó Edison. Y a continuación agregó con timidez: ¿Podría adelantarme un poco de dinero de mi sueldo? Hace varios días que no sé lo que es una comida completa.
Sus nuevos ingresos le parecieron a Edison un tesoro. Sin embargo, nada eran comparados con las inesperadas ganancias que se le presentarían en esa misma oficina. Una empresa rival compró la Gold Indicator Company. La nueva sociedad tomó el nombre de Gold and Stock Telegraph Company, y su presidente fue el general Marshall Lefferts. Edison estaba trabajando ahora para un nuevo patrón, que se hallaba interesado en conseguir ideas nuevas y originales. Esta fue una coyuntura feliz para el joven inventor. Había observado que el indicador de cotizaciones era un instrumento de inferior calidad, y le sugirió al general Lefferts que él podría inventar algo mejor.
— ¡Muy bien! Trate de hacerlo, dijo el general.
Edison renunció a su trabajo de capataz en la Gold and Stock Telegraph Company y abrió un taller propio. Se asoció con un técnico electricista, Franklin L. Pope. Con la colaboración de éste trabajó en un nuevo tipo de indicador de cotizaciones de Bolsa; en pocos meses lo había terminado. Lo denominó Impresor Universal Edison. Este invento era más simple que el antiguo instrumento, y al mismo tiempo más eficaz. El resorte y los engranajes estaban mejor ajustados y ofrecían más segura resistencia contra posibles averías. Los diversos dispositivos del sistema estaban conectados de tal suerte que todos ellos indicaban la misma información simultáneamente.
Edison aplicó aquí el mismo principio que había utilizado en su invento de la telegrafía doble. Es decir, logró exitosamente multiplicar la eficiencia de su máquina haciendo que las diferentes partes trabajasen juntas, en una unidad.
Presentó su nuevo invento al general Lefferts. El general se mostró entusiasmado y le preguntó a Edison cuánto quería por él. Edison recordó su desdichada experiencia con el registrador de votos. No esperaba mucho por sus inventos. ¿Cuál sería un precio razonable? ¿Tres mil? ¿Tal vez cinco mil? Entonces tuvo una inspiración:
—Supongamos que usted me haga una oferta, general.
—Muy bien, ¿aceptaría cuarenta mil?
Hasta que recibió su cheque, Edison no estaba seguro de si el general Lefferts había dicho cuarenta mil o cuatro mil. E inclusive cuando llevó el cheque al banco, sospechaba que había sido víctima de una broma.
Se convenció de esto último al entregar el cheque al cajero. Este se lo devolvió diciéndole: —Tiene que endosarlo, señor Edison.
Pero, debido a su sordera, Edison no alcanzó a entender las explicaciones del cajero. Por otra parte, no sabía qué era endosar cheques; nunca había tenido ninguno en sus manos hasta entonces.
Dedujo, por lo tanto, que aquel "trozo de papel" que había recibido del general Lefferts no servía para nada.
Le quitó el cheque al cajero y corrió apresuradamente a la Gold and Stock Telegraph Company. El general Lefferts no pudo menos de reírse.
—Todo lo que tiene que hacer, le dijo, es firmar con su nombre al dorso del cheque. Y agregó luego el general:
—Yo le explicaré cómo se hace, Tom. Mi secretario lo acompañará para identificarlo, de manera que esta vez no tendrá inconveniente en cobrar su dinero.
Cuando Tom volvió al banco, pidió que le pagaran en billetes chicos, pues tenía miedo de no poder cambiar billetes más grandes. Llenó los bolsillos de papel moneda, corrió a su casa con su fabulosa riqueza y permaneció toda la noche en vela contra algún posible robo.
A la mañana siguiente el general Lefferts le explicó cómo podía abrir una cuenta bancaria y retirar de ella de vez en cuando lo que necesitase.
Comenzó así un nuevo período en la vida del joven Edison. Había llegado a Nueva York hambriento, sin un céntimo ni perspectiva alguna de trabajo. Y ahora, cuando sólo habían transcurrido seis meses, era un capitalista en ciernes, ¡oh cuarenta mil dólares en el banco!
Edison tenía veintitrés años. En la vida de un joven es ésta la edad de las alegrías y las diversiones; pero la mente de Edison estaba absorbida por otros asuntos. Invirtió su tiempo y su dinero en un taller mecánico moderno, que instaló en Newark, Nueva Jersey. Había recibido del general Lefferts un importante pedido de indicadores eléctricos de cotizaciones.
Contrató varios operarios para la fabricación de los aparatos y los distribuyó en turnos diurnos y nocturnos. Se registraba una actividad febril; su taller funcionaba las veinticuatro horas del día.
El era su propio capataz. Supervisaba el trabajo de sus mecánicos y dedicaba su tiempo libre a experimentos y a nuevos inventos. Como término medio dormía diariamente cuatro horas.
En el curso de los seis años siguientes, de 1870 a 1876, el "disparador de descargas eléctricas" patentó no menos de 122 inventos. No obstante, todo esto no era más que una sombra de los milagros que realizaría más tarde.